20 diciembre 2019

Konrad Lorenz y su perra Stasi


Fragmento del libro "Cuando el Hombre encontró al Perrode Konrad Lorenz (1)


[...]  Mi perra Stasi, producto de uno de los primeros cruces que realicé entre Chow-Chow y Pastor Alemán, reunía en la actitud para con su amo, en feliz conjunción, la fuerte dependencia infantil, propia de su herencia de Canis aureus, con la fidelidad privativa de sus ascendientes de sangre lupina.
    
 Nacida a principios de la primavera de 1940, Stasi tenía siete meses cuando me decidí por ella de entre todos mis perros y comencé a adiestrarla. Tanto en el aspecto exterior como en el carácter, en ella se conjugaban los rasgos del pastor alemán y del chow-chow: por su hocico afilado, el amplio arco cigomático, el corte oblicuo de los ojos, las orejas cortas y peludas, el rabo corto, recto y muy poblado, pero sobre todo por los movimientos elásticos, recordaba de cerca a una lobita, mientras que en el rojo dorado de su piel se apreciaba con toda claridad su ascendencia canina. Pero los rasgos más caninos aparecían en el carácter; con extraordinaria rapidez asimiló los principios fundamentales de la educación canina: cómo caminar sujeta por la correa, permanecer en pie y sentarse sobre las patas traseras; se puede decir que, por naturaleza, era limpia en casa y amiga de las aves, de modo que no hubo necesidad de enseñarle nada de esto.
    
Mi vinculación con Stasi se vio truncada después de dos meses así que acepté la cátedra de psicología de la universidad de Königsberg. Cuando, en Navidad, volví a casa por unos días, Stasi me recibió con jubilosa alegría y me demostró al momento que su amor hacia mí no había disminuido en lo más mínimo. Recordaba perfectamente todo lo que le había enseñado, de forma que seguía siendo, en definitiva, el perro cariñoso y bueno que había dejado hacía algo más de dos meses.
    
Pero cuando me dispuse a hacer los preparativos para el viaje, se produjeron algunas escenas realmente trágicas. Ya antes de que empezara a hacer las maletas, Stasi se puso triste y no se separaba ni un instante de mi lado. Tan pronto como salía yo de una habitación, ella se ponía en pie rápidamente y se empeñaba en acompañarme incluso a cierto sitio. Cuando, después, el equipaje estuvo a punto, el dolor de Stasi creció hasta la misma neurosis: dejó de comer, su respiración se hizo entrecortada, irregular, interrumpida a cada momento por profundos suspiros. El día de mi marcha, decidimos encerrarla para impedir que quisiera acompañarme a la fuerza. Pero Stasi ya se había ido a esconder en el jardín; el más fiel de todos mis ejemplares caninos me negaba obediencia cuando lo llamaba. Y fracasaron todos los intentos de acercarme a ella y cogerla.

  
Cuando, finalmente, se puso en marcha la consabida caravana, con niños, carrito de mano y maletas, un perro de aspecto extraño, con el rabo entre las patas traseras, el pelo revuelto y la mirada esquiva, nos seguía como a unos veinte metros de distancia. Ya en la estación, intenté acercarme a ella y cogerla por última vez, pero todo fue en vano. Cuando subí al tren, Stasi seguía aún allí, a prudente distancia, en la actitud amenazadora del perro rebelde y me miraba con pretendida indiferencia. El tren se puso en movimiento, y Stasi continuó inmóvil, en su sitio; sólo cuando el convoy empezó a coger velocidad, el perro se lanzó con la rapidez del rayo hacia el tren, luego corrió a lo largo de éste y, por último, saltó a él tres vagones delante de Aquel, en cuyo estribo me había quedado yo para impedir que subiera.

Entonces corrí hacia adelante, cogí a Stasi por el cuello y los cuartos traseros y la arrojé a tierra. El animal cayó ágilmente sobre las patas, sin dar volteretas. Después se quedó inmóvil, pero ya no en actitud amenazadora, y así permaneció, con los ojos fijos en el tren, hasta que éste se perdió en la lejanía. Pronto me llegaron a Königsberg noticias alarmantes. Stasi había hecho auténticos estragos en los gallineros vecinos, ya no tenía en cuenta las normas de limpieza, merodeaba sin descanso por los alrededores y no obedecía a nadie, por todo lo cual hubo que encerrarla.Allí estaba ahora, sentada en la terraza de los tilos, abandonada a su dolor. Pero su soledad era sólo por lo que respecta a la compañía humana, pues compartía su vida con el dingo de que antes he hablado.

A fines de junio regresé a Altenberg y lo primero que hice fue ir a buscar a Stasi. Cuando subía las escaleras que daban a la terraza, los dos perros me salieron al encuentro con una agresividad propia de animales que han permanecido largo tiempo encerrados o encadenados. Al alcanzar el último escalón me detuve y permanecí inmóvil. Los dos animales daban grandes saltos ladrando y rugiendo. Yo tenía curiosidad por comprobar cuándo iban a reconocerme a través de la vista, ya que, al soplar el viento en dirección adonde yo estaba, no podían hacerlo a través del olfato. De momento no me reconocieron.

Pero, al cabo de un rato, Stasi percibió de repente mi olor en el ambiente y, en medio mismo de su furioso ataque, quedó rígida, como petrificada. Aún tenía la crin alborotada, el rabo bajo, las orejas caídas hacia atrás; sólo las fosas nasales se habían abierto de golpe y aspiraban con rara avidez el mensaje que le traía el viento. Luego, el pelo de la crin se alisó, un temblor recorrió el cuerpo todo del animal, las orejas se irguieron y permanecieron rígidas. Yo esperaba que ahora la perrita se abalanzara sobre mí en un acceso de alegría incontenible, pero no fue así. Un dolor tan grande como para trastornar su personalidad hasta el punto de hacerle olvidar hábitos y normas, y sumirla en una auténtica neurosis, un dolor así no podía desaparecer en unos segundos. De improviso, el animal se irguió sobre las patas traseras, levantó la cabeza y, con el hocico vuelto al cielo, dio rienda suelta al dolor que torturaba su alma canina en un prolongado aullido tan hermoso como conmovedor.
  
Pero, después, se abalanzó sobre mí como un vendaval y al momento quedé envuelto, por así decir, en un torbellino de júbilo canino. Stasi saltaba hasta la altura de mis hombros y a poco me arranca la ropa del cuerpo; precisamente ella, de suyo tan reservada y poco amiga de las manifestaciones efusivas, ella que, por lo común, se limitaba a saludarme con unos cuantos golpes de rabo, ella cuya máxima prueba de ternura consistía en descansar la cabeza sobre mis rodillas. Stasi, siempre tan silenciosa, resoplaba ahora como una locomotora a causa de la excitación, lanzaba aullidos agudísimos, más fuertes que nunca. Después me dejó de repente y corrió hacia la puerta y quedó allí mirándome y pidiéndome con muda zalamería que la sacara de su prisión. Ella consideraba natural que, con mi regreso, terminara su encierro y todo volviera a su antiguo orden. ¡Dichoso animal y envidiable solidez la de su sistema nervioso! Una vez eliminada la causa, el trastorno psíquico no había dejado en ella secuela alguna que no pudiera ser borrada por completo con un aullido desgarrador de treinta segundos y una danza jubilosa de un minuto de duración.
    
Cuando mi esposa me vio llegar con Stasi, gritó asustada: ¡Dios mío, las gallinas! Pero la perrita ya no se dignó echar ni una mirada más a las gallinas. Cuando, por la tarde, la llevaba a mi habitación era tan limpia como lo había sido siempre. Todo lo que le había enseñado tiempo atrás, lo había retenido en la memoria durante aquellos meses marcados por la más grande desventura que puede conocer un perro.
    
Cuando, por fin, se aproximó el momento de hacer nuevamente las maletas, Stasi se puso triste y silenciosa, y no se separaba ni un momento de mi lado. La pobre bestia conoció días amargos, todo porque no entendía las palabras humanas, pues esta vez yo había decidido llevarla conmigo.
    
Poco antes de mi partida, Stasi, como la otra vez, se escondió en el jardín con la evidente intención de seguirme incluso contra mi voluntad. Ahora la dejé en paz; únicamente cuando salí de casa para ir a la estación, llamé con el mismo grito que usaba normalmente. Al momento comprendió la situación y se puso a danzar en derredor, loca de alegría.
    
Pero la alegría de seguir a su amo sólo le duró unos meses; el 10 de octubre de 1941 fui llamado a filas y tuve que marchar. Entonces se repitió la misma tragedia de un año antes en Altenberg. Con la diferencia de que esta vez Stasi se escapó de casa, se independizó por completo y por espacio de dos meses vagó por los alrededores de Königsberg como fiera salvaje. Hizo un estropicio detrás de otro, hasta el punto de que estoy convencido de que fue ella la misteriosa «zorra» que devastó las conejeras de un respetable colega mío que vivía en la Cäcilienallee. Cuando, después de Navidad, Stasi volvió a casa con mi esposa, era sólo hueso y pellejo, y sufría una inflamación purulenta en la zona de los ojos y el hocico.
    
Una vez curada, y al no haber otra alternativa, fue llevada al jardín zoológico, donde se la apareó con un gigantesco lobo siberiano, pero no tuvo descendencia. Algunos meses después —por entonces yo era neurólogo en el hospital militar de Posen—, me la llevé nuevamente a casa conmigo. Cuando en junio de 1944, fui trasladado al frente, llevamos a Stasi con sus seis cachorros al jardín zoológico de Schönbrunn. Allí fue muerta por una bomba, pocos días antes de que terminara la guerra. Pero uno de sus pequeños había sido enviado a Altenberg, a casa de un vecino nuestro, y de él proceden todos los perros que hemos criado.
    
Stasi sólo pudo pasar algo menos de la mitad de sus seis años de vida junto a su amo y, no obstante, ha sido con mucho el perro más fiel de cuantos he conocido hasta el presente.






 (1) Konrad Lorenz  (1903-1989), nacido en Viena, Austria. Doctor en medicina, recibido en la Universidad de Columbia en Nueva York. 

Se dedicó a la zoología y concretamente al comportamiento animal. Está considerado uno de los padres de la etología

Recibió el Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1973 tras describir el Imprinting, proceso fisiológico generado tras el nacimiento que garantiza el comportamiento maternal y filial entre madre y cría; estos hallazgos se integraron posteriormente en la teoría del apego humano.