19 septiembre 2019

Balto y Togo, los héroes que salvaron a un pueblo aislado de Alaska


Todo empezó en diciembre de 1924. Nome, una localidad de la costa oeste de Alaska estaba azotada por una epidemia de difteria, enfermedad del aparato respiratorio causada por una bacteria que produce fiebre, inflamación en la garganta y dificultad para respirar por exceso de mucosa, entre otros efectos que pueden llevar al shock y la muerte. Se ceba especialmente en las franjas de edad más delicadas, los niños menores de cinco años y los adultos mayores de sesenta, de manera que buena parte de los habitantes de Nome, pero muy especialmente la infancia, se encontraba en una situación desesperada. 


Nome, en la primera década del siglo XX

Sólo había un médico en el pueblo y comprendió que lo que en principio había diagnosticado como simple amigdalitis era algo bastante peor, sobre todo al cobrarse la vida de cuatro pequeños. Ya en enero enfermó otro niño que murió en dos semanas, dejando claro que se trataba de difteria; algo especialmente grave porque los pedidos que el galeno había hecho de antitoxina diftérica para tratarla no habían llegado al tener que cerrarse el puerto por la adversa metereología; el Círculo Polar Ártico está ahí mismo y era pleno invierno.



A finales de enero falleció otra niña y quedó claro que la tasa de mortalidad podría alcanzar un nivel espeluznante entre la escasa población (diez mil habitantes en toda la región, dos mil en Nome) si no se traía ya un millón de unidades del medicamento. Tal cantidad debía recopilarse entre los hospitales de la costa oeste y mandarla vía Seattle pero no era posible hacerlo antes de mediados de febrero, así que mientras tanto se buscó un recurso de urgencia: enviar las que había en Anchorage, que eran muchas menos pero servirían para contener la epidemia de momento y además podían salir de inmediato. 


Una ampolla de antitoxina diftérica de 1895
O eso se creía porque el frío intenso no sólo había helado el mar obligando a cerrar los puertos sino también los motores de los aviones, que además eran de cabina abierta. Sólo quedaba una posible solución, tan desesperada como pintoresca: realizar el transporte en trineos tirados por perros, como si estuvieran en el siglo XIX. No era algo fácil de llevar a cabo porque la distancia a recorrer sumaba más de un millar de kilómetros que, dadas las circunstancias, se deberían cubrir en un máximo de nueve días, el tiempo récord que ostentaba el correo por ese medio.


Los primeros nueve kilos del fármaco llegaron desde Anchorage a la estación de tren de Nenana el 27 de enero. Allí los cargó un musher (conductor de trineo) llamado Wild Bill Shannon, quien inmediatamente se puso en marcha con sus once perros arrostrando los treinta y un grados bajo cero de la tormenta que azotaba la región y que aún descenderían una veintena más. Con hipotermia y congelaciones, Shannon logró entregar la posta al siguiente, el nativo Edgar Kalland, mientras llegaban noticias de nuevas muertes en Nome. 



Mapa de la ruta y de la que se hace hoy día en homenaje

Hubo bastante controversia porque las voces más críticas -entre ellas la del célebre Roald Amundsen- exigían que los aviones se arriesgaran a despegar, pero los pilotos se negaron considerándolo un suicidio. Entretanto, continuaban los relevos de mushers -hasta una veintena, la mayoría nativos, con un centenar y medio de perros- y la etapa más larga y peligrosa (trescientos veintidós kilómetros) la asumió el noruego Leonhard Seppala, tres veces ganador de la carrera All–Alaska Sweepstakes y que tenía un perro llamado Togo con mucha experiencia. No obstante, el último tramo le tocó a Gunnar Kaasen, también noruego, que entró en Nome en la madrugada del 3 de febrero. 



Todas las ampollas de la antitoxina, trescientas mil unidades que iban dentro de un cilindro de acero, sobrevivieron al viaje y se empezaron a aplicar ese mismo día, permitiendo controlar la epidemia. Como el tiempo no daba tregua y los aviones seguían inmovilizados, se organizó un segundo viaje de postas que llegaría con su valiosa mercancía el 15 de febrero, poniendo fin a la pesadilla que vivía el pueblo. La cifra final de defunciones fue de siete, aunque se calcula que probablemente habría un centenar si se cuentan las de los inuit de poblados del entorno, que solían enterrar a los suyos sin registro. 


Leonhard Seppala con su perro Togo

El éxito de aquella desesperada apuesta, que permitió tener un remanente del medicamento con el que se cortó rápidamente un nuevo brote al año siguiente, costó la vida de varios perros pero salió en todos los periódicos, que la bautizaron con el nombre de Great Race of Mercy (Gran Carrera de la Misericordia); un evento deportivo llamado Iditarod Trail Sled Dog Race se organiza cada año en su recuerdo. Y como a los norteamericanos les gustan tanto los héroes, centraron en uno toda la atención.


O en dos para ser exactos: Gunnar Kaasen y su perro Balto. En realidad Kaasen, emigrante ex-buscador de oro, sólo había recorrido ochenta y siete kilómetros, una minucia comparada con los cubiertos por Seppala, pero claro, fueron los últimos y, por tanto, los más celebrados. Eso le convirtió en la estrella indiscutible de la Gran Carrera de la Misericordia, aún cuando los demás también fueron aplaudidos y recompensados. Únicamente le superó en popularidad Balto, un husky siberiano que hasta entonces no brillaba especialmente y, de hecho, se lo consideraba lento y no apto para liderar un trineo. 


Gunnar Kaasen con Balto

Sin embargo, su comportamiento en aquel último tramo -con la dificultad extra de hacerse de noche- resultó excelente y así se lo reconoció su dueño, que fue quien destacó su papel ante los medios. Algunos mushers encajaron mal ese protagonismo excesivo asumido por ambos, criticando duramente a Kaasen; el más incisivo fue Seppala, que consideraba que el verdadero héroe era su perro Togo (otro can que en principio tampoco parecía ideal para liderar un trineo por su pequeño tamaño y su carácter inquieto pero que con entrenamiento llegó a cabeza de trineo) y así lo creían también otros (Amundsen incluido), que les tributaron homenajes por el país excluyendo a Kaasen y Balto en un feo gesto. 



Togo murió en 1929 con dieciséis años de edad y hoy se conserva su cuerpo disecado en el museo de la citada Iditarod Trail Sled Dog Race, en Wasilla (Alaska). Seppala, que fue quien introdujo la raza husky en el mundo anglosajón, siguió participando en carreras de trineos y ganó una medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Invierno de 1932 celebrados en Lake Placid (EEUU); más tarde se estableció en Seattle, donde vivió hasta su muerte en 1967. 


El cuerpo disecado de Balto
Togo
Hacía siete años que Kaasen le había precedido en el óbito. A él le colmaron de honores y hasta le ofrecieron trabajar en el cine. Junto a su perro, que llevaba el nombre de un famoso explorador sami, Samuel Balto, también hizo una gira nacional y ambos vieron sus efigies reproducidas en estatuas; la que hay en el neoyorquino Central Park lleva una placa que recuerda su gesta y se remata con las emotivas palabras Resistencia · Fidelidad · Inteligencia.


Estatua de Balto en el Central Park

Lamentablemente, terminado aquel circo mediático, Kaasen vendió sus perros y luego fueron descubiertos encadenados y en no muy buenas condiciones en un museo de freaks de Los Angeles. Un empresario los adquirió para trasladarlos triunfalmente y con gran cobertura de la prensa, a lo que hoy es el Zoo de Cleveland. Balto murió en 1933 y, al igual que Togo, fue disecado. En Alaska suelen reclamar el cuerpo pero el Zoo sólo lo cede para exposiciones temporales. 



Fuente: labrujulaverde.com (S/fuentes: The cruelest miles. The heroic story of dogs and men in a race against an epidemic (Gay Salisbury y Laney Salisbury)/Balto and the Great Race (Elizabeth Cody Kimmel)/A husky howls (Denny-in-the-Wind)/Wikipedia