Con motivo del año que conmemora el inicio de la Gran Guerra (que
reviviremos hasta el Armisticio, en el próximo 2018), la autora de esta nota recuerda
a los perros que acompañaron a soldados y oficiales.
Perros leales,
pacientes, entregados y siempre víctimas.
Soldado británico con su perro en el frente. Primera Guerra Mundial, 1915. Foto: Library Congress |
Una de las prohibiciones de aquella guerra fue el no permitir a los
aliados embarcar o viajar con sus mascotas en dirección al frente.
Prohibición mucha veces desobedecida y que dio lugar a numerosas
leyendas.
Desde hace tiempo viene ocurriendo una variación en
la señalización que restringe el acceso de un perro a toda zona
ajardinada. Se ha elegido e impreso a un pastor alemán, barrado en rojo,
y en pose de certamen canino. Puede contener esto alguna lógica y acaso
tengan libre circulación los terrier, los collie, los galgos, los
chihuahuas… Acaso. Sucede algo similar con la prohibición escrita de no
alimentar a las palomas urbanas, pues es posible entender que sí se
puede repartir algo entre los palomos. Lo cierto es que la raza
seleccionada como prohibición pareciera añadir una cierta peligrosidad a
cualquier perro que intenté cruzar del asfalto a la tierra sembrada.
Los modos y maneras de la prohibición resultan inestables, varían,
fingen un cuidado y hasta parecieran esmeradísimas disertaciones
silenciosas, siempre elucubradas para proteger al ciudadano. Se prohíbe
al perro la entrada al parque, jardín o plaza pública, luego se prohíben
las bicicletas y balones (o pelotas, según) y le sigue el resto de las
ruedas (patines, patinetes, monopatines…), más tarde desaparecen las
arenas y arriates y abunda el concreto y las losas, los bancos pasan a
tener reposabrazos y tanto llega a parecerse esa zona ajardinada al
asfalto circundante que ¿para qué conservar ya esos árboles sin nada
alrededor? (como ocurre en la actualidad con la plaza de la Villa de
París, en Madrid, que está encontrando resistencia ciudadana para evitar
su desaparición).
Los símbolos están revueltos, y
las prohibiciones andan desatadas, y hasta los perros prohibidos han
cambiado de tamaño. Ya desde hace décadas ha conllevado numerosos
problemas esto del prohibir. Por razón del año que se conmemora como
inicio de la Gran Guerra (que reviviremos hasta el Armisticio, en el
próximo 2018), cabe recordar al perro de guerra, leal, paciente,
entregado y siempre víctima.
Algunos eran de esa raza
pastor alemán, tan cinematográfica como el poco recordado Strongheart,
perro policía de la Cruz Roja que ayudó en el traslado de soldados
heridos (rescatado y adoptado por los cineastas Laurence Trimble y Jane
Murfin en 1920), pero el resto eran perros pequeños y otros de mediana
alzada (exceptuando los utilizados para el arrastre, o porteadores). No
se sabe todavía el número exacto, pero se llega al millón de seres
cánidos utilizados en múltiples trabajos entre 1914 y 1918.
Una de las prohibiciones de aquella guerra fue el no permitir a los
aliados embarcar o viajar con sus mascotas en dirección al frente,
exceptuando a los canes que pertenecieran al regimiento o a los
distintos perros entrenados, que tenían pasaje asegurado. No le
resultaba fácil al soldado ni al oficial, ni a su emoción y estado de
ánimo, abandonar en un campamento o en aquellos barracones provisionales
a ese amigo surgido de algún callejón, descampado o granja lejana, al
que ya bautizaron, dieron de comer, celebraron su aprendizaje y
compartieron sus muestras de alegría.
Esto dio pie a
una de las más grandes leyendas sobre los perros de guerra y su lealtad.
Esas leyendas que surgen en ocasiones y que no son más que
manipulaciones, señales un tanto duales, como el apoyabrazos de un banco
que ya no tiene parque donde estar…
Ocurrió con el
irish terrier Prince (fallecido en 1921), que el soldado Private Brown
había, al parecer, abandonado en Hammersmith en 1914 y que,
inexplicablemente, consiguió reunirse con el regimiento de
Sttaffordshire en la campaña de Armentières; Prince resurgió allí como
brotado, como amapola, repentino, leal y fiel, semanas después. No
solían abandonar a sus mascotas, y las infiltraban; eso es lo que
sucedía en la mayor parte de los casos: los perros no cruzaban en
solitario, ni como polizontes autónomos, el Canal de la Mancha, ni
caminaban toda Francia hasta Bélgica en dos semanas.
Prince |
Ocurrió con el
perdiguero Marquis, que también fue llevado de contrabando por el 23ème
Regimiento de Infantería el día que fueron movilizados, partiendo de la
estación de Saint-Étienne. Marquis sería abatido en la batalla de
Startebourg en 1915.
O el pequeño spaniel Piocher, del sargento
australiano Tom Borlase, con el que viajó por Egipto (y muchos otros
países) en campañas sucesivas; se le impidió llevarlo hacia Dardanelles,
y también lo camufló hasta que brotó días después en las trincheras.
Así, los soldados contravenían las órdenes y evitaban ser apercibidos
por desobediencia, daba igual las consecuencias. Anthony Wilding
(famoso tenista) y su irish terrier Sammy también desafiaron las
instrucciones, pues burlaron las inspecciones y permanecieron juntos
durante dos años. Cuando Wilding muere en mayo de 1915, en Francia, en
la batalla de Neuve Chapelle, Sammy estuvo rondando y vagando
desconsolado de trinchera en trinchera, buscando el rastro de su amigo,
hasta que fue adoptado por el regimiento y, al parecer, regresó a
Australia con el aviador Chilcott. Esta es la leyenda que más se
aproxima a la realidad, atada a su bozal de prohibiciones.
Con el Armisticio de 1918, al regresar los soldados a sus casas, nada
parecía estar bajo control, ni quedaban raciones previstas para
alimentar a los perros desmovilizados (ni a nadie), y llegó lo que se
definió como el gran Holocausto Canino, que tiene su historia
particular: tampoco se permitió a los soldados llevar consigo a ‘sus
mascotas’ de guerra y aquello terminó desastrosamente mal. Se definió
como “El largo largo regreso”.
En 1934 se realizó una
conmemoración por los veinte años del inicio de la Gran Guerra, en el
War Memorial de Bristol. Las autoridades pidieron a los asistentes
llevar a sus perros bajo control, bien atados, e impedir que ladraran;
si se era motociclista, se debía apagar el motor durante los cinco
minutos de silencio. Y a todos los ciudadanos allí congregados se les
pidió “que fueran generosos con las amapolas”.
Ahora
podría insistirse sobre lo mismo a quienes deciden qué es parque o qué
es lodazal, qué entra y qué queda fuera de las miopías: que sean
generosos con nuestras amapolas.
Fuente: eldiario.es / El caballo de Nietsche - Karin Taylhardat
Otras notas sobre este tema:
Los perros en la guerra
Los perros de la guerra
Los perros de la Brigada Ligera