Fragmento del libro "La pelle" (La piel) de Curzio Malaparte (1898 -1957)
"Había
reconocido aquel silencio. En el invierno de 1940, para huir de la guerra y de
los hombres, para curarme de aquel asqueroso mal que la guerra hace nacer en el
corazón de los hombres, me había refugiado en Pisa, en una casa muerta, en el
fondo de una de las calles más bellas y más muertas de aquella bellísima y
muerta ciudad. Llevaba conmigo a Febo, mi
perro Febo, que
había recogido muriéndose de hambre en la playa de Marina Corta, en la isla de
Lípari, y que había cuidado, criado, en mi muerta casa de Lípari, y que había
sido mi único compañero durante mis desiertos años de destierro en aquella
triste isla, tan cara a mi corazón.
Jamás
he querido tanto a una mujer, a una hermana, a un amigo, como a Febo. Era un perro como yo. Para él he
escrito las páginas afectuosas de Un cane come me. Era
un ser noble, el ser más noble que jamás he encontrado en la vida. Era de
aquella raza de lebreles, raros hoy día y delicados, venidos en la antigüedad de
las riberas de Asia con las primeras emigraciones jónicas, que los pastores de
Lípari llamaban cerneghi. Son
los perros que los escultores griegos esculpían en los bajorrelieves de las
tumbas. «Echan a la
muerte», dicen los pastores de Lípari.
Tenía
el pelo del color de la luna, rojizo y dorado del color de la luna sobre el
mar, del color de la luna sobre las hojas de los limoneros y naranjos, sobre
las escamas de aquellos peces muertos, que el mar, después de la tormenta,
dejaba sobre la arena a la puerta de mi casa. Tenía el color de la luna sobre
el mar griego de Lípari, de la luna en el verso de la Odisea, de la luna sobre aquel salvaje mar de
Lípari que Ulises navegó para alcanzar la solitaria ribera de Eolo, rey de los
vientos. Del color de luna muerta poco antes del
alba.
Yo lo
llamaba Canetuna. No
se alejaba nunca un paso de mí. Me seguía como un perro. Digo que me seguía como un perro. Su presencia en mi pobre casa de Lípari,
flagelada sin reposo por el viento y el mar, era una presencia maravillosa. Por
la noche, iluminaba mi desnuda estancia con la cálida tibieza de sus ojos
lunares. Tenía los ojos
de un azul pálido, del color del mar cuando se pone la luna. Sentía su
presencia como la de una sombra, la
presencia de mi sombra. Era como el reflejo de mi espíritu. Me ayudaba, con su
sola presencia, a encontrar
ese desprecio de los hombres que es la primera condición de la serenidad y de
la cordura de la vida
humana. Sentía que se parecía a mí, que no era sino la imagen de mi conciencia,
de mi vida secreta.
El retrato
de mí mismo, de todo eso que hay de más profundo, de más íntimo, de más propio
en mí; mi subconsciente… mi espectro.
De él,
mucho más que de los hombres, he aprendido que la moral es gratuita, que es afín
a sí misma, que no se propone siquiera salvar al mundo (¡ni siquiera salvar al
mundo!), sino tan sólo crear siempre nuevos pretextos a su desinterés, a su
libre juego. El encuentro de un hombre y un perro es siempre el encuentro de
dos espíritus libres, de dos formas de dignidad, de dos morales gratuitas. El
más gratuito y el más romántico de todos los encuentros. De aquellos que la
muerte ilumina con su pálido esplendor, parecido al
color de la luna muerta sobre el mar en el cielo verde del alba.
Reconocía
en él mis impulsos más misteriosos, mis instintos más inciertos, mis dudas, mis
temores, mis esperanzas. Mía era su dignidad frente a los hombres, mío su valor
y su orgullo frente a la vida, mío su desprecio por los fáciles sentimientos
del hombre. Pero era más sensible que yo a los oscuros presagios de la
naturaleza, a la invisible presencia de la muerte, que siempre gira tácita y
sospechosa en torno a los hombres. Él sentía venir de lejos por el aire
nocturno las tristes larvas del sueño, parecidas a aquellos insectos muertos
que el viento trae sin saber de dónde.
Y ciertas noches, acostado a mis pies en
mi desnuda estancia de Lípari, seguía en torno a mí, con los ojos, una
presencia invisible que se acercaba, se alejaba, y permanecía largas horas
espiándome a través del cristal de la ventana. Alguna vez, si la misteriosa presencia se me
acercaba hasta rozar mi frente, Febo gruñía
amenazador, el pelo del dorso erizado; y yo oía un grito plañidero alejarse en
la noche, morir poco a poco.
Era el
más querido de mis hermanos, mi verdadero hermano, el que no traiciona, el que
no humilla. El hermano que ama, que ayuda, que comprende, que perdona. Sólo
quien ha sufrido largos años de destierro en una isla salvaje y al volver entre
los hombres se ve evitar y huir como un leproso, de todos aquellos que un día,
muerto el tirano, serán los héroes de la libertad, sólo éste puede saber lo que
es un perro para un ser humano. Febo me
miró algunas veces con un reproche noble y triste en su mirada afectuosa y yo sentía
entonces una extraña vergüenza, casi un remordimiento de mi tristeza, una
especie de pudor delante de él. Sentía que en aquellos momentos Febo me despreciaba; con dolor, con tierno
afecto, pero en su mirada había una sombra de piedad y, al mismo tiempo, de
desprecio.
Era,
no sólo mi hermano sino mi juez. Era el custodio de mi dignidad y, al propio
tiempo, diré con una antigua voz griega, mi doriforema.
Era un perro triste, de ojos graves. Todas las tardes pasábamos largas horas en
el umbral ventoso de mi casa, contemplando el mar…